Según el “Informe presentado por la Comisión nombrada por la Junta de Caridad en 1869, para llevar a efecto la construcción de aceras y sembrado de arboledas en la calle que une la Ciudad de San José con el Panteón General, 1874”, 334 metros de acera habrían costado alrededor de 18.5 millones de colones en el 2015, proyecto que bajo la actual reglamentación tendría un costo de 13,5 millones de colones. Sin entrar en detalles sobre tecnología, materias primas ni optimización de procesos, es evidente la merma con el tiempo en los costos de construcción, aunque sus especificaciones técnicas sean más complejas (ley 7600).
Retomando la lógica de espacio de Lefebvre, ¿para qué propósito se construye un espacio de tan grandes dimensiones y tal costo, cuál sería su función productiva, a quién sirve? En los reglamentos de desarrollo urbano del cantón de San José se considera la acera parte del derecho de vía: “el ancho total de la carretera, calle, sendero o servidumbre, esto es, la distancia entre líneas de propiedad incluyendo la calzada, aceras y fajas verdes”. Se asume que su fin principal es posibilitar el tránsito fluido de peatones, de ahí que todas sus regulaciones se justifiquen primordialmente bajo este principio. Se privilegian actividades que contribuyen a la vitalidad económica, definida por la apreciación de la propiedad o retornos tributarios y todo aquello que deba definirse como improductivo, moral o económicamente, es sancionado como una anomalía, es decir, todos aquellos eventos que imposibiliten el tránsito, quebranten conductas como la regla del anonimato civil de Goffman (1980) o propicien al desorden o deterioro de las condiciones de convivencia.
La interpretación de qué resulta sancionable por impropio moral o económicamente, puede degenerar en prácticas de morigeración estructural, en la ejecución del orden bajo excluyentes definiciones morales, una maquinaria de etiquetamiento de grupos sociales y chantajes de género. Siguiendo el concepto de sentido común de Gramsci, todo lo anterior supone la fabricación de reduccionismos ante problemáticas complejas como la inseguridad, la indigencia, y la informalidad laboral y comercial, desde un abanico ideológico sesgado. La práctica libre de ciudadanía que se espera sea facilitada por el espacio público, está finalmente regida por políticas en línea con cierta intelligentisia higienista, homogéneas y coercitivas, que, como analiza Florencia Quesada, a finales del siglo XIX y principios del XX, marcaron un período de segregación y control social en San José, presentando al mundo y cierto sector del imaginario histórico nacional una sesgada imagen de progreso, en la que la propia población era irreconocible.
En primera instancia, lo que categorizamos como incivilidad es parte de una narrativa de riesgo para un gran “todos” ficcional, aquella que se argumenta a partir de la inseguridad percibida en los índices de criminalidad, que invoca no solo a la autorregulación y reclusión activas, el apartheid íntimo que se proyecta sobre grupos humanos estigmatizados como lastres socio-económicos: la niñez, los migrantes, las minorías sexuales, etc. En gran medida, el orden se define como el clamor a no perder estatus (Kefalas, 2003), y para ello, la creación de filtros demográficos simples, que no toman en consideración que la percepción es un producto complejo de experiencias y relaciones individuales, muy a pesar de la pulsión a lo homogéneo de la vida en colectivo.
Quienes toman la portada en el catálogo de anomalías son aquellos en condición de calle, la cual en gran medida es resultado de la insuficiente asistencia institucional a las personas con problemas mentales, en condición de pobreza extrema, adicción, abandono, así como del alto costo de la vida, en particular la renta residencial. Diezmada, por anulación de sus artículos prescriptivos en el año de 1994 por la Sala Constitucional, la Ley de Vagancia tipificaba como delincuentes, en una de sus versiones primordiales, a aquellos que “… sin ejercer oficio ni poseer bienes ni renta alguna, vivan sin que puedan justificar los medios lícitos y honestos de que subsisten”.
Pero “el derecho penal de culpabilidad pretende que la responsabilidad penal –como un todo– esté directamente relacionada con la conducta del sujeto activo; se es responsable por lo que se hizo (por la acción) y no por lo que se es. Sancionar al hombre por lo que es y no por lo que hizo, quiebra el principio fundamental de garantía que debe tener el derecho penal en una democracia. El desconocerle el derecho a cada ser humano de elegir como ser (ateniéndose a las consecuencias legales, por supuesto), y a otros que no pueden elegir el ser como son, es ignorar la realidad social y humana y principios básicos de libertad.” (Sentencia nº 07549 de Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, 22 de diciembre de 1994).
Muy a pesar de lo anterior, así como íntima y estructuralmente se insiste en criminalizar la pobreza, en términos de espacio, al habitante de la calle activamente se le resiente su existencia, aunque esta delate un conflicto de alternativas: no se puede negar el espacio público a quien no tiene otra opción. Su visibilidad incomoda, porque pone en evidencia sus carencias, las de quienes los evitan, muy en descrédito de la burbuja del bienestar, y resignifica la acera como un estadio de supervivencia.