La mañana de ese lunes su mayor preocupación no era ni la reacción de los candidatos ni mucho menos la resaca política en redes sociales: votó por uno el domingo y lo haría en segunda ronda por otro, punto; lo que él todavía se preguntaba era por qué, aún recordando que su abuela pagaba 80 centavos de alquiler de casa y tiempo después su madre 400 colones, y no habiendo hecho viaje más lejano en su vida que una corta visita al desesperante calor guanacasteco, su cédula de indentidad empezaba con un 9, número ficticio que le hizo pasar congojas el día que fue a renovarla para votar.
Este vecino del antiguo cine Reina en Guadalupe, amante del buen pan y la mortadela, se gana la vida desde hace 15 años vendiendo café criollo (fuerte café caliente azucarado) y pan casero desde su vespa modelo 87, que en la última escala de su jornada estaciona al pie de la misma acera que ha convertido en zona de recarga de taxistas trasnochados, chinameros exhaustos y los clientes de siempre que hacen pausa y confesión matutina con este hombre de afable mirada desconfiada y palabra medida.
Su día inicia a las 10 pm del anterior, cubierto de 3 capas de ropa y dos gorros para proteger sus huesos del soplo de la madrugada, recorre con su tramo de dos ruedas un par de paradas de taxis, de quienes cuenta no entender cómo se la juegan volando rueda en calles vacías, ya sea para juntar lo necesario para la entrada a clases de sus hijos o para algún día salir de esa presión de pagar cuotas en un mercado deprimido; no hay calle pa tanta gente y eso a él también le afecta.
Al alba en el centro, desamarra su contenedor plástico de bollitos de pan dulce y salado, “pupusas” rellenas de queso azucarado y natilla, emparedados de mantequilla o mortadela y rebanadas de queque seco; cuelga a un brazo de la manivela la bolsa de vasos de poliuretano y del otro una vacía para los usados y da por abierta la venta apoyando al cajón, donde duermen el ancho termo de líquido negro y otro menudo con leche caliente, un letretro de cartón corrugado con gruesas letras coloreadas a mano, se vende café a 300. “Ni se da cuenta uno cuando llega a 60 y más, qué increíble!”, subraya mientras da cuenta de su terapia de lija y masajes para su adolorido talón izquierdo. A pesar de haberse tomado en guaro algunos años de su juventud, este hombre de ojos pequeños y oído atento todavía recuerda mejores tiempos, un tanto más holgados, pues ahora la cosa no da para mantener a su hija y dos nietas como quisiera, por lo que realista, como dice, se quita la cobija dejando fuera de su diario los lujos de la carne y el pollo y en su lugar administrando arroz, frijoles, algunas hortalizas de temporada y los fines de semana algunos huevos.
Pero no se queja con amargura, su tono es más bien compasivo, sabe que hay cosas de los demás que no ve ni entiende, que muchos la pasan peor que él, por lo que da crédito a fieles clientes y vecinos comerciales, regala un par de sorbos de café de más a algún indigente que a cambio del ofrece un banano o naranja y hasta cruza la calle para dar pan a algún conocido que no le pide, pero sabe no la está pasando bien. Es así como insiste en cultivar relaciones de humilde conveniencia y limitada amistad; agradece con semblante iluminado y risotada sonora los saludos por nombre de palmada en la espalda, las preguntas honestas por su salud y alguna solicitud por su opinión de talón grueso. Su motocicleta y humeante café convierten esa esquina de paso frenético, en una íntima barriada de dos horas, de animadas conversaciones entre desconocidos, el descubrimiento de realidades ajenas y hasta las íntimas de quienes barren las cocinas de políticos y nombres de titular chillón; su sabotaje no es sólo económico (a muchos no les alcanza ni para una taza de café y por eso lo buscan), es un entrañable bache en ese otro gran bache hacia el trabajo y quizá el único momento en que muchos escuchan un buenos días con tono familiar.
Este bartender de café y pan hace de ese metro cuadrado una anomalía envidiable, necesaria para una ciudad en la que el detenerse para hacer vida es por ley un delito contra el orden público. Actitud esta que Chepe debería cuestionarse si lo que desea es convertir en productivos habitantes, y no sólo en transeúntes, a quienes por carencia de opciones han hecho de sus calles su principal medio de subsistencia, quizá y por ejemplo, con un recurso inclusivo similar al que en octubre de 1956, a razón de la nueva nomenclatura del Registro Civil, creó el partido número 9 para formalizar los nacimientos de niños mayores de 10 años no inscritos.
El que La Ciudad le añada otro número a su cédula es lo de menos, que lo reconozca como parte suya parecería un gesto menudo luego de 3 lustros, pero uno que aunque no disperse todas las congojas de don Alfredo, al menos le ofrecería maneras de alejar alguna de ellas con un poco de calor bajo las suelas.